Compartimos muchas cosas con José Luis Cabezas.

La pulsión heredada por Independiente. El amor incondicional por la familia. La lealtad inclaudicable con los amigos.

Y la pasión sin límites por el periodismo. Él, desde las fotos. Yo, desde las palabras.

Juntos éramos un equipo que no conocía de fines de semana mientras estábamos de temporada. Ni de horarios. Ni de excusas. Y eso no era porque así lo exigía la empresa para la que trabajábamos. No. Era porque nuestra propia sangre nos lo demandaba.

No era heroico tampoco. Era lo que sabíamos y amábamos hacer. No nos salía otra cosa. Es esa pulsión indescifrable, esa adrenalina inexplicable e inmanejable que nos ponía en el camino de la búsqueda de verdades pequeñas y gigantescas. Pero tampoco lo racionalizábamos así. Era lo que conocíamos y punto.

José Luis era un poeta meticuloso con sus fotos más producidas y planificadas. Y era un soldado sagaz cuando había que batallar en el cuerpo a cuerpo de la vorágine de aquellas instantáneas que sólo daban una chance y que no permitían fallar. A mi me gustaba la observación, la cosa detectivesca y las preguntas sin respuestas evidentes. Y juntos formábamos ese tándem que trajinaba las playas de Pinamar en busca de una primicia, de alguna verdad novedosa. Y cuando lo conseguíamos, disfrutábamos.

Más allá de la volatilidad y lo esfímero de ese sentimiento. Duraba apenas hasta la próxima búsqueda. Y a veces, ni siquiera eso porque ocurrían en simultáneo varias de esas realidades sin solución de continuidad, con un paralelismo que sólo se daba en la contemporaneidad, no en las temáticas.

Podíamos estar detrás de una noticia superficial y a la vez en la investigación más profunda sobre el hombre más poderoso, enigmático y peligroso de la Argentina. Y, sinceramente, creo que eso era lo que más disfrutábamos.

Así llegó la famosa foto de Alfredo Yabrán, la más buscada por todo el periodismo. Y, un año después, la barbarie. El peor crimen contra la Libertad de Expresión en la democracia argentina.

Aquel 25 de enero de 1997 a una familia, los Cabezas, le arrebataron a un padre, un esposo, un hijo, un hermano... Les arrebataron los sueños. La felicidad. La complitud.

A mí me llevaron a mi coequiper, a mi compañero y amigo, a ese "chabón bravo" con el que me peleaba y me divertía; con el que un simple guiño alcanzaba para saber lo que teníamos que hacer profesionalmente, aún asumiendo riesgos. Al que prefiero recordar con estas fotos de momentos compartidos.Y a la Argentina toda le robaron el sueño de que un periodismo comprometido puede hacerse sin que el precio sea la propia vida.

Quizás por eso José Luis fue Cabezas, el fotógrafo que se convirtió en el símbolo. Se transformó en una imagen conocida por todos, en afiches, monumentos, calles, aulas magnas, cátedras y todo tributo que uno se imagine y que él nunca hubiese imaginado. Pero para mí y para todos los que lo conocimos y quisimos José Luis fue esa persona enorme y terca, ese profesional fuera de molde. Ese compañero entrañable.Hoy, a 21 años de aquella noche nefasta, de aquel infierno que nunca debió ocurrir, sólo me queda pedir que sus asesinos vuelvan a prisión a cumplir lo que falta de su condena. Que la Justicia sea Justicia. Que la memoria destierre a la impunidad. Y que esa pasión que sentimos por nuestro trabajo sea la misma que motorice a los nuevos periodistas.

El recuerdo de José Luis, su legado, su misión, merecen nuestro compromiso. Su imagen y su mirada nos interpela. Porque como no me canso de decirlo, a nosotros nos duele su ausencia. Pero a ellos, sus asesinos, los cómplices y el sistema corrupto e impune que los cobija, los que les duele es su permanente presencia.

¡Cabezas, presente! Ahora y siempre