Juan tiene 22 años y se despierta a las 8, no porque alguien se lo exija, sino porque así lo decidió. Él organiza su tiempo, diseña su jornada, elige si hoy será un buen día para conectar las apps o quedarse en casa editando reels por encargo. Trabaja para una plataforma de delivery en Esquel, pero también hace tareas puntuales en sitios de microtrabajo global y sube contenido a TikTok, donde espera algún día monetizar.

El espejismo de la libertad laboral

Juan es libre. O eso cree.

A diferencia de su padre, que fue ferroviario y su abuelo, que tuvo sindicato y salario estable, él no tiene jefe. Pero tampoco tiene obra social, ni aportes jubilatorios, ni feriados, ni descanso. Su salario depende de un algoritmo que no comprende y de una competencia constante con otros “colaboradores”. 

Como sugiere la crónica de Anfibia “¿Mi jefe es un algoritmo?” sobre los trabajadores de plataformas. Su patrón no es una persona sino una interfaz: una serie de reglas opacas que premian la docilidad, penalizan la pausa y promueven la disponibilidad total.

El algoritmo no solo evalúa, ordena y distribuye. El algoritmo performa: enseña a no quejarse, a no descansar, a no sindicalizarse, refleja con precisión el texto de Caputo y Ballestrini.

Juan no tiene un contrato, pero carga con una promesa: la del mérito, la de que con esfuerzo y constancia podrá triunfar, destacarse, ganar más. Esa promesa, repetida como mantra por influencers de productividad y coaches digitales, opera como una fe secular: convierte la precariedad en virtud, y el agotamiento en signo de compromiso.

La doctrina social de la Iglesia ha advertido sobre esto desde hace décadas. Pero con especial fuerza lo hace el papa Francisco en documentos como Fratelli Tutti y Evangelii Gaudium, donde denuncia un sistema que “descarta” a los que no rinden, que mercantiliza la vida humana y reduce al trabajador a una pieza reemplazable del engranaje económico. El trabajo, dice Francisco, no es solo un medio de subsistencia: es parte del proyecto de dignidad, de autorrealización, de integración social.

El trabajo es una necesidad, parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización personal”, escribió en su Carta encíclica Laudato Si’.

La filosofía también lo advirtió. Desde Hannah Arendt, que distinguía entre labor, trabajo y acción, hasta Simone Weil, que experimentó en carne propia el desgaste físico del obrero industrial, el trabajo ha sido pensado no sólo como economía, sino como forma de vida, como experiencia ontológica. ¿Qué hace el trabajo con nuestros cuerpos? ¿Qué hace con nuestro tiempo? ¿Qué hace con nuestra idea de comunidad?

Trabajar para la máquina: juventud, algoritmos y la nueva servidumbre digital

Juan, como millones, ha internalizado la idea de que él es su propio recurso, su propia marca, su propia empresa. No tiene derechos, pero tampoco los exige: siente que no le corresponden, porque nadie lo contrató, nadie lo despidió, nadie lo explota, excepto él mismo. Así, la autoexplotación no es solo un síntoma: es una nueva forma de subjetivación, donde el yo se convierte en patrón y esclavo a la vez.

Esta es la paradoja del presente: jóvenes que prefieren trabajar a destajo, creyéndose jefes de sí mismos, permanentemente conectados bajo las órdenes de un algoritmo sin rostro, pero al mismo tiempo desconectados de esos otros que están en su misma situación, viendo competidores y rivales en los de su clase. El resultado: cuerpos cansados, mentes ansiosas, lazos comunitarios erosionados y una noción cada vez más frágil de lo que significa tener trabajo, y, por ende, tener futuro.

Trabajar para la máquina: juventud, algoritmos y la nueva servidumbre digital

El patrón binario: algoritmos que precarizan

Las plataformas digitales llegaron envueltas en la retórica de la innovación. “Flexibilidad”, “autonomía”, “emprendedurismo”: palabras suaves que, como barniz, disimulan el desgaste material de los cuerpos que pedalean bajo la lluvia o de los ojos que se secan frente a una pantalla de edición freelance a las tres de la madrugada. Sin embargo, lo que estas tecnologías hacen no es eliminar la jerarquía, sino redefinirla: el jefe ya no es una figura de carne y hueso, sino un código de programación.

Los trabajadores de Rappi, PedidosYa, Uber, y tantas otras aplicaciones no firman contratos sino “acuerdos de colaboración”, una figura jurídica pensada para evadir responsabilidades laborales. No hay relación de dependencia —dicen las empresas—, y, por lo tanto, no hay indemnizaciones, no hay seguridad social, no hay responsabilidad patronal. Hay términos y condiciones. Hay “score”. Hay ranking. Hay incentivos por rendimiento.

Trabajar para la máquina: juventud, algoritmos y la nueva servidumbre digital

En este ecosistema, el trabajador se convierte en usuario, en nodo del sistema, y lo que antes se consideraba explotación, hoy se disfraza de oportunidad. Si no produce, no gana. Si se enferma, se desconecta. Si se queja, baja en el ranking. El algoritmo no grita, no castiga abiertamente: simplemente deja de asignar pedidos, deja de hacerte aparecer en feeds y recomendaciones.

A nivel jurídico, lo que ocurre es una reorganización del trabajo por fuera del derecho laboral. 

Se produce una “uberización” de la economía que desactiva, como bien advierte el laboralista italiano Antonio Baylos, los principios fundacionales del derecho del trabajo: subordinación, ajenidad, y dependencia. Estos conceptos, nacidos para proteger al trabajador frente al poder del empleador, se vuelven inoperantes cuando el empleador se convierte en una empresa global sin rostro, y el vínculo laboral, en una “interfaz” digital mediada por algoritmos y disfrazada de “sé tu propio jefe”.

Trabajar para la máquina: juventud, algoritmos y la nueva servidumbre digital

Este nuevo modelo laboral, que podríamos llamar taylorismo digital, tiene una eficiencia despiadada. Pero no sólo precariza el bolsillo: precariza la vida entera. Porque el trabajo, como decía Marx, pero también como advierte el propio Aristóteles, no es solo un medio de subsistencia: es la forma en que el ser humano se relaciona con el mundo, consigo mismo y con los otros. El trabajo es performativo: nos constituye, nos inscribe en el tiempo social, nos da lugar.

Y lo que esta maquinaria hace es justamente desinscribir: rompe vínculos, debilita la identidad colectiva, promueve la competencia entre pares. ¿Quién podría organizarse con alguien que, a los ojos del algoritmo, es su rival por la mejor tarifa? La lógica de la competencia que funciona muy bien entre las empresas para dinamizar la economía, distribuir de manera eficiente los recursos y, en definitiva, contribuir al bienestar social, cuando es aplicada al mundo de los trabajadores, se convierte en una estructura perversa de división, que enfrenta a los débiles entre sí, en beneficio del más fuerte de la relación laboral: el patrón. El neoliberalismo -o lo que demonios sea esta nueva configuración del capitalismo- ha logrado aplicar tan quirúrgicamente el principio de “divide y reinarás” entre los trabajadores que hoy en día ni siquiera nos concebimos como parte de una clase, sino que somos grupúsculos atomizados sin fuerza ni capacidad de defensa.

Inteligencia artificial: el nuevo capataz invisible

Ya no se trata solo de plataformas de reparto. El algoritmo ha colonizado también los escritorios. En call centers, en supermercados, en empresas de logística, en estudios jurídicos, en redacciones. Los softwares de productividad miden pulsaciones de teclado, calculan tiempos de respuesta, evalúan métricas de atención al cliente y deciden ascensos, despidos, sanciones. Todo queda registrado, todo es susceptible de ser convertido en dato.

La Inteligencia Artificial —esa palabra que parece futurista, pero que ya nos habita— no solo automatiza tareas: automatiza decisiones. Evalúa currículums en procesos de selección, sugiere aumentos de sueldo, determina niveles de estrés mediante análisis biométrico. En Amazon, por ejemplo, los empleados pueden ser despedidos automáticamente por baja productividad sin intervención humana. No hay conversación, no hay instancia de defensa. Solo una notificación en la app.

Esto configura lo que la investigadora Shoshana Zuboff ha llamado “capitalismo de vigilancia”: un modelo económico que no se limita a vender productos, sino que comercializa comportamientos, y que transforma al trabajador en una fuente permanente de datos explotables.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo advierte con crudeza: hemos pasado del panóptico disciplinario al psicopolítico. Ya no necesitamos ser vigilados con cámaras: nos controlamos solos. Internalizamos la lógica del rendimiento, del monitoreo, del mejoramiento continuo. El sujeto se vuelve emprendedor de sí mismo, y como tal, se autoexplota. ¿Qué mejor estrategia de dominación que aquella en la que el oprimido se percibe libre? ¿Qué mejor esclavo que aquel que no sabe que lo es? Tornando invisibles las cadenas, han engañado al hombre para que crea que no está preso.

La inteligencia artificial no viene a liberarnos del trabajo alienado, como prometía el tecnoutopismo de Silicon Valley. Viene a elevar los estándares de eficiencia a niveles inhumanos, a reforzar la lógica de productividad infinita, a suprimir márgenes de error y, con ellos, de humanidad. ¿Quién puede descansar, fallar, enfermarse en un sistema donde cada gesto es cuantificado, evaluado, rankeado?

El papa Francisco, siempre atento a estos procesos, planteó en el reciente Sínodo sobre el Futuro del Trabajo que la tecnología, si no está orientada al bien común, se convierte en una forma de dominación. Y subrayó que “la dignidad del trabajador debe estar por encima de cualquier innovación técnica”. Esta idea, profundamente humanista, se opone al imaginario dominante en muchas empresas tecnológicas, donde el ser humano es visto como una fuente de errores que debe ser corregida por la automatización.

Desde el punto de vista filosófico, esto implica un vaciamiento del trabajo como experiencia transformadora. Heidegger decía que el ser humano es un ser-en-el-mundo, y que su propósito se realiza en la praxis, en la acción. Si esa acción se vuelve gobernada por criterios automatizados, sin deliberación, sin comunidad, el sujeto queda reducido a una función operativa, sin posibilidad de interpretar su propia experiencia.

Trabajar para la máquina: juventud, algoritmos y la nueva servidumbre digital

Juventud autoexplotada, cuerpos en ruinas y la necesidad de volver a empezar

Lo más inquietante del nuevo orden laboral no es su injusticia estructural, sino el hecho de que millones lo aceptan sin resistencias. Jóvenes formados, críticos, progresistas incluso, que se autoexplotan con entusiasmo. Que trabajan diez horas seguidas frente a una computadora sin pausa, sin salario fijo, sin reclamos. Que no se piensan como trabajadores, sino como “creadores de contenido” o “emprendedores digitales”, en una economía sin sindicatos.

Se levantan a las seis de la mañana para editar reels, programar posteos, responder a marcas, enviar cotizaciones, grabar tutoriales. Cuidan su marca personal como si fuera un templo. No tienen contrato, pero tienen “agenda llena”. No tienen descanso, pero tienen “proyectos”. No tienen obra social, pero sí “engagement”. La esclavitud no siempre necesita cadenas: a veces basta con una promesa de éxito.

La juventud ha interiorizado el mandato del rendimiento como una forma de valía. No trabajar —o trabajar poco— se vive como una culpa, como una falla moral. Descansar es sospechoso. Estar siempre ocupado, en cambio, da estatus. En este ecosistema, la ansiedad no es un síntoma: es una credencial. Y el cuerpo, una herramienta de producción que debe mantenerse activo, optimizado, monetizable.

Pero los cuerpos se rompen. Silenciosamente. Con jaquecas, con colon irritable, con trastornos del sueño. Con fatiga crónica. Con angustia. Con la sensación de estar en movimiento sin ir a ninguna parte. Son los síntomas de una generación atrapada entre la ilusión del ascenso individual y la realidad de un sistema que no tiene lugar para todos.

Trabajar para la máquina: juventud, algoritmos y la nueva servidumbre digital

Los relatos colectivos, mientras tanto, se evaporan: el sindicato aparece como un vestigio del siglo XX, anacrónico, inservible, lleno de gordos que lo único que hacen es “tranzar para cagar al laburante”; La protesta, como una molestia para la gente de bien, llena de vagos que no saben o no quieren agarrar una pala. El derecho laboral, como un instrumento para hacer quebrar empresas y habilitar reclamos infundados.

Lejos han quedado los tiempos donde se valoraba a aquellos que le ponían el cuerpo a la defensa de los intereses colectivos -como a los obreros que perdieron su vida en la represión del 1° de mayo en Chicago en 1886 y que son la causa por la cual se celebra el día del trabajador-.

Nuestra sociedad y nuestros tiempos carecen de héroes; hoy depositamos nuestra admiración en ídolos profundamente individualistas, que no se destacan por su entrega a la sociedad, sino por sus logros personales.

Sin embargo, en los márgenes, en los foros digitales, en las cooperativas, en los espacios de organización de riders, streemers y freelancers, empieza a gestarse otra narrativa: la de quienes dicen “esto no es libertad, es explotación”. La de quienes entienden que el algoritmo también se puede regular, que los derechos no son incompatibles con la tecnología.

El papa Francisco, que ha sido uno de los pocos líderes mundiales en hablar de esto con claridad, lo dice así: “No hay dignidad sin trabajo, pero tampoco hay dignidad en cualquier trabajo”. El trabajo tiene que ser humano. Debe tener sentido. Tiene que permitir vivir, no apenas sobrevivir. Y, sobre todo: tiene que formar parte de un proyecto común, no de una carrera individual hacia ninguna parte.

No se trata de idealizar el pasado, sino de imaginar un futuro donde el trabajo no sea una carga solitaria sino un vínculo. Donde el cuerpo no sea una máquina exigida, sino el vehículo para experimentar una vida digna de ser vivida. Donde la inteligencia no esté artificialmente separada del espíritu. Donde la juventud no tenga que elegir entre libertad y derechos.

¿Qué queda de la experiencia sagrada de la transformación del universo que el ser humano realiza mediante su trabajo, a través de sus manos, cuando esta se vuelve un laberinto del que no podemos escapar? Si el único sentido de trabajar es ganar dinero y autoexplotarse en soledad, si no puedo siquiera pasar la línea de la subsistencia trabajando doce horas diarias, ¿cuál es el propósito? Al fin y al cabo, tiempo y nuestra fuerza de trabajo -para todos aquellos que no nacimos en una familia millonaria- es lo único que tenemos. ¿Qué expectativa a futuro puedo tener si incluso dedicando todo mi tiempo no puedo disfrutar de la vida?

Hay que volver a pensar el trabajo. Y para eso, hay que volver a pensarnos.